JOTA NO ES TONTA

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Es alucinante la de veces que Jota se ha sentido despreciada. Y no solo porque le gusta el patchwork. La verdad es que su presencia no es imponente, pero está cansada de que la juzguen por llevar la misma ropa que llevaba su madre. No es muy alta, pero tampoco es tan pequeña. Es una chica limpia, como siempre decia su abuela, y no puede evitar ser introvertida, eso ya lo ha discutido con muchos amigos que la culpan de que no sale a divertirse. A Jota le gusta más quedarse en casa, al lado de la estufa en invierno, y en la terraza al sol en verano, con sus complejos trabajos manuales. Ella lo encuentra excitante.
El desprecio acompaña a veces a sutiles comentarios, otras a hechos flagrantes y evidentes, como el trato que su jefe le confiere cuando estan en horario de oficina. Como si fuese una aprendiz. Jota lleva ocho años en su puesto de trabajo, haciendo todas las tareas que se le han encomendado, más otras tantas que ella ha considerado que, por ética profesional, no debia desatender. Esto es porque a veces, el jefe de Jota le pide cosas tan lejanas a sus funciones inmediatas, como hacerle fotocopias o revisar bibliografias obsoletas, que la convierte en la única responsable de lo que al fin y al cabo tiene que hacer. Jota parece la única preocupada por su trabajo verdadero. La última jugada tendenciosa es que esté siempre aprendiendo. Cuando debe desempeñar una tarea compleja, para la que está sobradamente preparada, Jota nota rápidamente que su jefe abandona su lectura de mails para acompañarla en lo que haga falta: presentarla a los compañeros como la nueva, acabar las frases por ella, o simplemente, suplirla improvisando en las acciones públicas que ha diseñado durante semanas.
Jota está harta. Un dia de estos... piensa. Un dia de estos se me cruzan los cables y mando a todo el mundo a paseo. Pero mientrastanto, calma el desánimo por la vida combinando texturas. La verdad, ella es feliz.


Una cosa que no me explico de la música és como entendeis todos esos garabatos, dice el antenista señalando entre risas y simpatia las partituras de Hache. Por fin habia decidido enchufar el televisor. Es cierto que lleva un mes sin verlo y se siente liberado de toda la basura que le anulaba las neuronas semanas atrás para hacer sus cosas, pero también lo es más que uno debe ser responsable de su propio tiempo. Autocontrol lo llaman algunos. Procrastinación, en negativo, lo entiende él. Y justo en el momento de traerlo, cae en la cuenta de que no funcionará, pues nunca hicieron la instalación de la antena.
Algo que siempre me ha rondado la cabeza... es como una duda existencial. Si por un casual, mañana se muriese todo el mundo menos yo, que no se leer eso, y pongamos por caso que tengo un hijo, ese niño no tendria a nadie que le explicase como “funcionan” ese lio de dibujos. ¿Entonces, se acabaria la música, no?. Hache se queda perplejo. Está a segundos de intentar explicarle con todo lujo de detalle que no, que evidentemente eso que él llama garabatos es un código para que la música pueda ser interpretada, almacenada y recordada, al igual que són códigos todos los alfabetos y la literatura y ensayística que generan en cada una de las miles de lenguas que hay en todo el planeta. Que si su pobre hijo, el hipotético digo, quisiese tocar música, podria interpretarla de oidas, o inventar él un propio código. Además, sin más niños con quien jugar, tiempo tendria. Eso los informáticos lo tienen mucho más claro. Ellos estan acostumbrados a usar códigos y saben que solo són un instrumento. La muerte del código no mata el lenguaje. Con esta última idea se queda Hache pensativo mientras el antenista acaricia las cuerdas de su instrumento.
Finalmente suelta un breve:
Eso es como todo. Hay que ponerse. Si la respuesta no convence a Hache, menos al antenista, que recoge rápido los bártulos y se despide con simpatia tirando de su compañero mientras éste intenta explicar que lleva unos meses tocando no sé que instrumento extraño.
La muerte del código no mata el lenguaje. La frase se repite ahora en su cabeza en busca de significados secundarios. Pero no aparecen. Entonces recuerda aquel juego extraño que inició hace unos meses, y que lleva dias sin continuar. Me parece que hoy toca, se dice. Hache está enganchado al juego. Se ha convertido en una necesidad, como una adicción. Solo que ésta no es dañina.
Un día, paseando por el centro sin rumbo, Hache se topó con una libreria que no habia visto antes. Siempre que entra en un lugar con libros le sorprenden unos retortijones inmensos, y solo después de ir al baño, puede empezar su búsqueda. Él dice que se pone nervioso porque le gusta leer, pero la verdad es más incómoda: a Hache le da miedo descubrir su ignorancia en toda aquella fuente de conocimiento intacto. Al fondo, habia una sección de cultura griega. Nunca antes se habia interesado por esa temática. Siempre habia tenido ejemplares de mitologia y cultura griega en las estanterias de su casa desde hacia unos años, pero jamás se habia interesado por ellos. Sin embargo esta vez fué diferente. Parecia que algo habia cambiado. O él, o la cultura griega, habian madurado, tenian algo que les atraia ahora y nunca antes. Sin pensar en todo ésto, se acercó al rincón y husmeó un buen rato. Casi era la hora de regresar cuando, de repente, se acercó la librera. ¡Hora de cerrar, caballero! La exclamación le sobresaltó, no por exagerada, sinó porque llevaba ya cuarenta minutos concentrado, leyendo fragmentos sueltos. El libro que sujetaba bajo el brazo, el que habia guardado un rato antes mientras decidia si lo compraba o no, comparándolo con otros, cayó al suelo. Normalmente hace esto en las librerias, pues como ya he comentado con anterioridad, Hache no anda muy bien de dinero en las fechas que estamos. Si por él fuese, su casa estaria llena de libros. Con velocidad vergonzosa se agachó ridículamente a recoger el libro bajo la mirada compasiva de la librera que ya casi se habia dado la vuelta para volver hacia la puerta. Lo colocó en su sitio y fué entonces cuando vió el papel que habia caido de su interior. Con una letra preciosa, femenina, se leía claramente lo que parecian unas instrucciones:


Hache no pensó nada sobre la nota. Solo tuvo el tiempo justo para leerla de refilón. Salió apresurado bajo la mirada satisfecha de la librera. No le gusta molestar en los negocios cuando estan a punto de cerrar. Solo unas horas más tarde, ya en casa, Hache le dió unas vueltas al asunto leyendo una y otra vez el papel. Pero en el momento, en la tienda, solo le vino un sincero suspiro: pero si yo no tengo ninguna chupa de cuero...

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  1. jolín, qué gusto leerte... con jota me has sacado una sonrisa, no hace falta decir nada más ya lo sabes!

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